Una vez llegado el momento de su tocar su puerta, fingí seguridad sólo por aparentar, pero ésta no decía nada, aclamaba y rezongaba ansiedad. El ayuno me ayudó a contener los males corpóreos y la puerta: comenzaba a abrirse. El invierno cordobés sabía a temperaturas agradables, lo cual estremecía mis frescores y mis cálidos recuerdos, era el tiempo quien erigía el difuso devenir, pero mis ansias por conocer mi verdadera esencia eran decididas.
El monje subsecuentemente procede a abrirme la puerta, esbozando un tímido vacío que, a lo sumo, se mimetizó con el silencio restallante que deformaba nuestras superficialidades y nos hacía cómplices de algo profundamente espiritual. Con una sola cuota de instinto logré captar que él estaba mirando lo que pocos pueden ver, aquello que es invisible ante los ojos de los mortales y sólo unos pocos pueden percibir...
"Pasa, no temas, esto que vienes a hacer es sólo el primer paso de un viaje colmado de saberes y contradicciones razonables" - dijo el monje. Al recostarme en la camilla, seguí las instrucciones de respiración. No era algo difícil, pero requería fuerza. De inmediato fluye una música zen de intensas vibraciones...poco a poco entraba en lo sobrenatural y las sensaciones se mitigaban, los sentidos se apagaban, como cuando te sumerges en una onírica experiencia. Salvo que ahora, el presente se encontraba solitario, fuera de sí, tanto que ni los grillos de la nostalgia pesaban: todo era paz. El espacio se torna cóncavo y de la nada me encontraba en una cascada. Veía como de abajo la caída de la cascada junto al estridente brillo solar encadilaban mis percepciones; parecía que detrás de la caída de agua había alguien. Me acerco con mesura, una sombra me indica que la siga, pero al segundo el ente se esfumaba escuálidamente... me preguntaba que habría sido, pero no paré, emprendí marcha hacia lo desconocido. Vi marejada, latidos, agonía, sombras, salvatajes, adicciones, conflictos, vi cosas que nunca había imaginado en la vida, vi el implacable universo y foraces incendios. Fue un momento crítico, el miedo se apoderaba de mí, mis angustias controlaban mi templanza, era un abismo propio el cual no dejaba de reprocharme las bondades trastocadas, tergiversadas por lo sublime de lo supuestamente real. Se escaparon mis virtudes por un rato considerable y la catástrofe sobrevino... mi cuerpo reacciona de mala forma con espasmos punzantes; dada la gravedad de las ciscunstancias, intento abrir los ojos, pero me es imposible; intento mover mis manos, pero me es imposible; intento zafarme de ese maldito estado, pero me es imposible... imposible.
Una gran luz hace una rápida aparición y todo queda blanco.
Era un bebé. Si, fugazmente aparece una pequeña persona desnuda en el patio de una casa de campo. El verde del valle y el sonido de los ríos se apoderan del ambiente, para dar lugar a un día contemporáneo, común y corriente en las afueras de una posible y cercana Urbe. Fue por todo, que quise dominar el contexto, pero era otro yo el que observaba mi alma y no lo logré. Fue ahí, donde comprendí que el empeño de modelar la materia infinita y vertiginosa de que se componen las profundidades del ser, es una ardua tarea que sólo el monje podría llevar a cabo, ya que sólo él podía penetrar todos los enigmas del orden superior.
El bebé por lo pronto deja de ser y toma la forma de una niña que corre libre por el paisaje. Esta niña me dirijía hacia un secretivo paraje, inmerso en una gran selva, aquello me emocionaba y una alegría me allanaba. La tarde hacía su llegada y el fulgor del atardecer hacía todo simple, purificando las aguas del río colindante. Por consiguiente, la niña pronunció las sílabas lícitas de una onomatopeya planetaria y durmió. Casi inmediatamente, el color naranjo inundaba todo, pero ese arrollador carmesí dejaba entrever a lo lejos, una torre.
Era ahí, donde mi viaje encontraba su razón de ser. La torre era de 6 pisos, había sido construida con bambú y mis sueños se encontraban tallados en cada detalle, era algo impresionante.
Subí incesantemente por los agrietados escalones. En el últmo piso estaba el monje meditando; con prudencia me ubico a su lado a obervar detenidamente el paisaje mientras sentía su cavilar.
Mientras miraba el horizonte vuelvo en sí. Mis ojos logran la apertura y todo vuelve a ser como antes. Al contarle al monje mi experiencia, este me explica que el bebé era yo, que la niña es Dios y que el naranjo simbolizaba mi potencial espiritual: fue mi alma la que habló y su dictamen fue inconmensurable.
Desde ya, mi senda conoce sus raices, y no cesa de recorrer los parajes de la vida.