En la penumbra de su sombra, reposa con latente indolencia. Cansado combatía contra un ocio vacío y, fatigado, sollozaba hasta la más última de sus razones. Es que todos esos años anacrónicos y grises fueron en vano, por que su existencia no merecía mayor realce, sólo un vago recuerdo; el cual, junto a todos esos próceres que gozaron con la utilidad que él ofrecía, están vitalmente muertos: enterrados en una soledad agónica. Su vejez va mitigando su permutación de personalidades, sólo una actitud es la que profesa ahora, ya que todos los momentos terminaron por darle forma a una manera de ser que lo mueve en espacios de nostalgia, subiendo con esplendor y bajando con desazón por aquel pizarrón que clamaba su intervención, que objetaba su pedante sosiego, que cuestionaba su pasado, tiempos que hoy lo acechan de sobremanera.
La evolución de su niñez admitió la confianza de la Señora Clara, quien junto a su esposo, el aclamado y respetado inspector Vicente iban recorriendo su entorno, impregnando el contexto de gritos, instrucciones, golpes y dádivas trasnochadas de sabiduría; mientras que josesito, era castigado en una esquina como todas las semanas. Este niño ya no entiende con palabras, merece ser expulsado - exclamaba la Señora Clara - y rezongaba, gruñía, era una exacerbación desbocada. Por mientras, Él absorvía toda la impronta y, atribulado como siempre, callaba tímido. Josesito ya había sido advertido una infinidad de veces, pero inisitía en ser el artífice de las grandes trifulcas, no vacilaba jamás en dejar de ser coherente con su esencia, esa que lo llevaba poco a poco a conocer su inexorable destino.
La montaña ayer amaneció tosca, sin belleza ni clamor y Él, ya pregonaba para sus adentros la desventura venidera, continuando como era habitual con su tarea de deshacer todo aquello que estaba plasmado en todos, legando un sin fin de abismos imperecederos, recogiendo las pocas cenizas de la luz tenue y obervando detalladamente las expresiones del inspector Vicente, cuyo afán comenzaba a ser tomado en serio por el mismo, pero su conciencia lo atemorizaba pudorosamente ante la tentación de vivir en paz.
Hoy la montaña amaneció secretiva y se mostraba sutilmente: con poco vigor. Será para mejor - insistía el inspector Vicente - pero si es un niño - afirmaba la señora Clara, que dudaba y cuestionaba las consecuencias. Él, siempre pensó que debería haber ayudado, por que el recuerdo de ese acontecimiento perduraba y le producía insomnio todas las noches. Clama por olvidar eso, exige un retroceso, de una buena vez.
Al pasar el día, la montaña comenzaba a sumergirse con inminente celeridad, en una angustia excelsa y absoluta. Josesito acude a la sala donde era puesto en su lugar, pero esta vez extrañamente la puerta se cierra con llave. El inspector se cuestiona, pero continúa con determinación en su senda, encauzada por el odio, exudando un aura oscura que hacía evidente un gran desiquilibrio. Así, proseguía en maniatar suavemente al niño, en una lentísima tortura le quitaba fibra a fibra sus últimos restos de libertad. Josesito fingía indiferencia y que nada le era nuevo, pero un desconcierto lo descolocaba: las manos del inspector se posaron alrededor de su cuello. La ingenua sonrisa desapareció y raudamente pensaba en su madre y su hermanito, los cuales después de algunos minutos no pudo ver más.
Él sabía la verdad, aquella que todos ocultaron en sus corazones. Él siempre pensó que debería haber hecho algo, pero su naturaleza no se lo permitió, insistía enérgicamente en considerar que la justicia estaba en sus manos. La divinidad no le dejó ninguna posibilidad de acción, ni acometida... y seguía pensando que debería haber hecho, nosé, alguna cosa, por más remota que haya sido, esta era una reflexión que lo inundaba en su eternidad y mirando la montaña siempre pensaba y pensaba en eso, en borrar el momento: en borrarlo todo.